sábado, 22 de septiembre de 2012

Si amo a Jesús y soy buena persona ¿Por qué debo ir a misa?


Más temprano que tarde, todos hemos ido a misa, y la hemos encontrado bastante fome. Recuerdo que ya a mediados de los ‘80, el humorista Coco Legrand daba voz a toda una generación de chilenos, cuando decía:
¡Quiero que sepan que soy católico apostólico y romano! pero “a mi manera", es decir, cuando puedo no más voy a misa, porque es una lata, todos los domingos, ahí…

Todos hemos tenido la misma experiencia: tal vez acompañábamos a nuestros padres, o pasamos una etapa de más cercanía con la religión, pero en cuanto tuvimos algo más de libertad, dejamos de participar regularmente en la misa dominical. De adultos, un par de veces al año, quizá en semana santa o navidad, algún bautizo, matrimonio o funeral, y pare de contar. ¿Para qué más? ¿Y hacer lo mismo cada domingo? ¡Que lata!
Además la misa “no tiene por dónde” competir con otras actividades, sobre todo hoy en día, que nuestro tiempo libre y para la familia es escaso, y las opciones de diversión para un domingo son variadas y atractivas, como el televisor, el asado, los juegos de computador o Internet, y un largo etc. De partida, su estructura es siempre igual: entre 45 minutos y una hora, pero de ese tiempo sólo los primeros 20 ó 30 minutos son más o menos interesantes –con los cantos, las diferentes lecturas y la prédica, donde a veces enseñan cosas nuevas de Jesús–, pero la segunda parte ¡es siempre lo mismo! El curita dice las mismas oraciones sobre el pan y el vino, luego el padrenuestro, la paz y la comunión, la bendición final y nos vamos para la casa. Parece que si fuiste a una misa, has ido a todas ¿no?
Y la repetición hace que sea aburrido, y por eso uno va sin ganas a misa. Y Jesús me ama ¿no es cierto? Seguramente no quiere verme molesto y desganado en la iglesia, mucho menos quiere que sea hipócrita, haciendo como que rezo cuando en realidad estoy pensando en lo que haré después. Además, Dios está en todas partes y escucha nuestras oraciones ¿no? Para hablar con Él no necesito estar en un lugar determinado
Así que es más o menos seguro que no necesito ir a misa.
Por otro lado, hay mucha gente que hace un gran bien, sin necesidad de haber ido nunca a misa ¿no es cierto? Seguramente nadie piensa que Gandhi o Mandela no tuvieron una vida admirable, por no haber estado cada domingo en la iglesia. Y tampoco podemos dejar de mencionar el caso opuesto: hay muchos que se los veía comulgar regularmente, pero luego se ha sabido lo malos que eran. Por lo tanto, parece que es más importante ser una buena persona, amable y tolerante, que ir a misa “por cumplir". De hecho, el mismo Jesús criticaba a los fariseos, que ponían el cumplir las normas del culto por sobre el amor y ayudar a los pobres.
Incluso los evangélicos atraen más gente, porque sus servicios de culto están llenos de música, luces, canciones y apasionados oradores ¡mucho más dinámico e interesante! Si los curas quisieran atraer más gente, debería al menos “ponerse al día” ¿verdad?
Sin embargo, y a pesar de todas estas razones de sentido común, la Iglesia siempre ha entendido que asistir a la misa es un deber fundamental del católico, en cumplimiento del tercer mandamiento de la ley de Dios, y que no hacerlo, con conocimiento y voluntad, implica un pecado mortal, es decir, de los que pueden llevar un alma al infierno.
¿Cómo entender actitudes tan opuestas entre el pueblo creyente y la Iglesia, acerca de una cuestión tan básica?

Para resolver este enigma, debemos prestar atención a uno de los diálogos que ocurre justo en medio de la misa, ese que dice más o menos así:
Sacerdote: Levantemos el corazón
Pueblo: Lo tenemos levantado hacia el Señor
S: Demos gracias al Señor Nuestro Dios
P: Es justo y necesario
S: En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno…
Léanlo con atención, escúchenlo en su cabeza, recuérdenlo de la última misa a la que fueron ¿pueden hacerlo?
Primero el sacerdote nos invita a levantar el corazón. Es una expresión poco común, que debería recordarnos a los primeros cristianos, perseguidos y martirizados por el Imperio Romano, ocultos en catacumbas oscuras y húmedas, que se reunían para escuchar las historias de los apóstoles acerca de Jesús, y que luego se decían unos a otros “¡Ánimo! Arriba los corazones", porque a pesar de la persecución, tenemos razones para estar felices. Nuestra respuesta es “Lo tenemos levantado hacia el Señor", porque sólo en Él encontramos la fuerza para tener ánimo, cuando parece que todo el mundo está en contra.
Luego el sacerdote nos invita a dar gracias, nosotros respondemos “es justo y necesario” y él nos replica con un breve discurso, que no cambia en cada misa, y que en parte nos recuerda por qué debemos estar agradecidos, y en parte manifiesta a Dios nuestra gratitud. Habitualmente empieza con “en verdad", que es llamativa, porque el mismo Jesús la usaba cuando iba a decir algo importante, y después sigue con “es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias…", como si el sacerdote nos dijera “No saben cuánta razón tienen al decir esto. Es justo porque es nuestro deber agradecer a Quien nos ha dado todo, y es necesario, porque de ello depende nuestra salvación".
Y esta es la razón más básica por la que es justo y necesario ir a misa: para agradecer.
No estamos ahí porque sea entretenido, o por que al hacerlo seamos mejores que los demás, para pasar un buen rato, obtener algo, o pedir lo que nos falta, sino simplemente porque es de justicia básica reconocer todo lo bueno que hemos recibido gratuitamente y agradecer a quien nos ha dado tantos dones.
Puede parecer que la gente ya no se preocupa de esto, que la cultura nos convierte a todos en consumidores, interesados sólo en nuestros derechos y en lo que podemos obtener de los demás. Sin embargo, todo el día en la radio y la TV se habla de “atraer buenas vibras", estar en armonía con el universo y lanzar energías positivas. Creo que todo eso apunta a una inquietud universal y muy humana, de reconocer que no me basto a mí mismo, dependo de otro, para bien o para mal, porque me pasan cosas buenas, y para las malas. Es algo que todos sentimos y no se trata sólo hacerlo por conveniencia o costumbre, sino que es inherente al ser humano. La gratitud, el ser agradecido, es la base de la paz en la sociedad que tanto anhelamos hoy en día, así como del sentimiento religioso, que se manifiesta en todas las culturas humanas. Es la misma tendencia que se expresa, desde el indio americano que antes de matar a su presa pronuncia una breve plegaria de perdón, hasta el cardenal que celebra el te deum ecuménico cada 18 de septiembre en presencia de los líderes de una nación.
También se dice que debemos agradecer “siempre y en todo lugar", y si bien podemos estar de acuerdo, pero en el fondo sabemos que no es realista. La mayor parte del tiempo la pasamos ocupados de nuestras labores, yendo de un lado a otro, durmiendo, comiendo, viendo TV y haciendo tantas cosas que no son compatibles con pensar a cada minuto “Gracias, Señor, por la luz verde que acabo de pasar, porque tengo buena salud, por mi familia", etc. Constatar esto puede llevar a algunos a obsesionarse con no haber agradecido lo suficiente, pero en la mayoría la reacción será en el sentido opuesto: a pensar que en realidad esto de la gratitud no importa realmente, porque es imposible. En el justo medio de estos dos extremos, los católicos tenemos el regalo de saber que la misa del domingo es suficiente para agradecer a Dios adecuadamente.
Esta sola razón, dar gracias, debería bastarnos para ir a misa, y si lo hiciéramos estoy seguro que todos tendríamos una vida más feliz y pacífica, sabiendo que hemos cumplido con nuestra obligación más fundamental.
Pero hay más ¡Vaya que hay mucho más! Ya cada uno irá descubriendo de a poco todas las riquezas de la eucaristía, y muchos libros se han escrito al respecto, pero no puedo dejar de mencionar algunas, como la presencia única de NSJC –de la que hablamos un poco más adelante–, la predicación de la palabra, la multitud de significados de la liturgia, la oportunidad de sentir el silencio y la tranquilidad, la experiencia de conectarnos con la tradición y la historia, la ocasión de pedir a Dios lo que necesitamos, ¡la posibilidad de cantar sin que nadie te critique!
Entonces ¿es aburrida la misa?

Ya hemos visto que no importa tanto si es aburrida o no, porque no hemos ido a pasar un rato agradable, sino a manifestar nuestra gratitud, como es justo y necesario. Pero eso no quiere decir que lo hagamos de mala gana, como un mal estudiante que va a su clase por cumplir. Para mostrar que la misa no es aburrida de ninguna forma, yo la compararía con el fútbol. El que no entiende y no conoce las reglas del fútbol, no conoce las posiciones de los jugadores, o no ha vivido la experiencia de ver pasar el tiempo lento o rápido según tu equipo vaya ganando o perdiendo, puede ir a la final de la Copa Mundial, y decir “es igual que todos los partidos, unos tipos corriendo detrás de la pelota". En cambio, si entendemos lo que está pasando, seguro que disfrutaríamos cada instante.
Con la misa ocurre lo mismo: es imposible distraerse, cuando uno sabe que las lecturas han sido especialmente seleccionadas para explicarlas unas a otras, o que en unos momentos más se hará presente Jesús, el mismo que creó el universo sólo con su palabra y que fue crucificado, en Jerusalén en el año 33 de nuestra era, en su cuerpo y su sangre, o que cada vez que comulgamos nos encontramos con NSJC de una forma tan íntima que no puede existir en ningún otro lugar. Incluso, cuando la habitualidad produce acostumbramiento, o la prédica no es muy interesante, pienso “¿Hay otro lugar donde pudiera estar haciendo algo más importante?” y la respuesta siempre es “no, en cualquier otra parte estaría perdiendo el tiempo".
Es cierto que podemos hablar con Dios en cualquier momento, y deberíamos hacerlo con frecuencia, pero nuestro Dios no es sólo una filosofía que nos parezca satisfactoria, o una idea vaga de bondad y respeto a los demás. Él tiene rostro y tiene voz, es una persona, y nos ha pedido que de dediquemos un día a la semana, y que lo hagamos en conjunto con la comunidad de creyentes. La ventaja que tenemos los católicos estriba en saber que, de las 168 horas que tiene una semana, basta con reservar una para Dios, y si Él nos regala tanto tiempo, para dormir, trabajar y emplearlo en nosotros mismos, no parece que dedicarle exclusivamente menos del 0,2% de nuestro tiempo sea una carga excesiva ¿no?
También es verdad que ir a misa no nos hace automáticamente mejores personas, pero eso está bien, porque no es magia, sino un diálogo, una relación con esa persona divina que mencionábamos, y como tal, sólo produce sus efectos en tanto estemos abiertos a ella. Así, podemos ir comulgar durante toda una vida y aun así acabar mal, pero será porque nos hemos negado a acoger todas las cosas buenas que se nos ofrecieron en la misa. Por el contrario, si sabemos lo que Dios nos pide y no lo hacemos, por orgullo o flojera, no hay dudas que esa actitud nos contará en contra, sin importar otras cosas buenas que podamos haber hecho.
Si a pesar de todo esto, el prospecto de ir a misa cada domingo parece algo monótono, la Iglesia permite la más amplia libertad cuando se trata de elegir el estilo de misa que prefieras. En efecto, tenemos misas más o menos tradicionales, algunas en latín o en todos los idiomas del mundo, diferentes estilos de sermones, misas para niños, carismáticas, de sanación, etc., todas ellas igualmente válidas.
Así que ¿Por qué no vamos juntos a misa este domingo?

De Pato Acevedo en el blog "La esfera y la cruz"

sábado, 1 de septiembre de 2012

Tras un año de la JMJ de Madrid. Algunos recuerdos y reflexiones

"Depués de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas las naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: la salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero." Apoc. 7: 9-10.


Esta vision apocalíptica del apóstol San Juan es la que me vino a la cabeza aquella tarde de sábado de hace un año, cuando mi padre me acercaba en coche al aeródromo de Cuatro Vientos y nos topamos con una autentica marea humana que ocupaba toda la calle y no cesaba de fluir. Eran inconfundibles: banderas multicolores, mochilas, cantos, sonrisas, cansancio... eran los peregrinos de las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Había hecho coincidir ese año mis vacaciones con los días de la JMJ. Era una oportunidad que no podía perderme, parece que el Señor las había preparado para mí. Mi ciudad natal, con mi familia para poder pasar unos días juntos, en verano para que pudiese coincidir con las vacaciones. Tenía que responder a esa llamada, así que organice todo para encontrarme esa semana en Madrid. 
Desde mi llegada a España había seguido todo lo que rodeaba los días previos a la inauguracion de las jornadas y a la llegada de Benedicto XVI. La celebración del Via Crucis fue mi primera toma de contacto con la JMJ en la calle, pero apenas pude tener una idea: las calles inundadas de gente y sólo se podían seguir los actos a través de las pantallas colocadas en las plazas. Es lo malo que tienen estas grandes aglomeraciones que apenas puedes seguir los actos por pantallas y si estas bien colocado. Me llamó la atención que había gente muy joven, todos alegres, sonrientes, algunos cantando, otros fotografiándose con otros de diferentes nacionalidades o con los policías a caballo. Era increíble ver la cantidad de banderas representantes de los distintos países, alguna no sabía ni a que país correspondía. Me conmovía el pensar el esfuerzo y la fe de algunas personas para costearse el viaje desde lugares tan remotos, y muchos sin conocer la lengua del pais que les recibe, por ejemplo conocí en el metro una mujer que había venido con su hija desde Australia.

Pero para mí el día clave era el sábado, cuando se celebraba la vigilia con el Papa en el aeródromo de Cuatro Vientos, ya había quedado con mi compañera Aridane para vernos allí. Sabía que sería un momento único en mi vida, así que sabiendo que habría mucha gente me dispuse a salir a pie después de comer, me separaba de mi destino poco más de una hora, pero como en Madrid en agosto el calor al mediodía es insoportable, mi padre decidió acercarme en coche.
Después de incorporarme a ese río de gente que avanzaba sin cesar hasta Cuatro Vientos me fijé en que la gente ya estaba bastante cansada de esos días de poco dormir, de jornadas interminables de andar y estar de pie en los diferentes actos, del calor,...Mientras toda esa inmensidad se movía lentamente, desde los balcones de las casas algún vecino se apiadaba de nosotros y nos tiraba cubos de agua o nos regaba con regaderas, lo que era acogido por la gente con gran algarabía. También pude ver alguna persona era atendida por los servicios de emergencia por golpes de calor, gracias a Dios no muchas.
Al final no pude encontrarme con Ari, necesitaba mi acreditación de peregrino para entrar y como yo no lo era me mandaron a otra zona, además había inhibidores de señal para móviles por lo que me fue imposible contactar con nadie. Por lo que solo me intente ubicar lo mejor posible. Por supuesto estaba lejísimos del escenario, por lo que me busque un buen sitio delante de una pantalla. El tiempo pasaba distraídamente viendo las actuaciones musicales, los diferentes grupos de peregrinos, neocatumenos que cantaban, o familias que rezaban la liturgia de las horas. A lo lejos se veía alguna nube negra, que en verano significa tormenta, pero que esperaba que se desviase y no pasase sobre nuestras cabezas.
Tras una larga espera el momento álgido fue la llegada del Papa Benedicto XVI, que no pudo pasar por las calles ya que se encontraba ocupadas por peregrinos, por lo que por seguridad se dirigió directamente al escenario. El resto más o menos lo conocéis todos, pero hubo 2 momentos memorables que tengo que comentar: uno fue por supuesto fue la llegada de la tormenta después de leer el evangelio. El desánimo cundió entre todos los asistentes, había mucho viento y lluvia y todos eramos conscientes de que el Papa es una persona mayor y que debe cuidarse, por lo que imaginábamos que se lo llevarían y el acto podría ser cancelado. Pero el Papa no se movió, a pesar del intento de protegerle con dos paraguas el viento le debía estar empapando. Fueron minutos que parecían eternos, la lluvia y el viento no amainaban y todos nos temíamos lo peor, yo sabía que el sucesor de Pedro le pedía a Jesús que parase la tormenta, igual que sus discípulos hace 2.000 años en el lago de Tiberiades, en un inquietante silencio creo que más o menos todos nos sumamos a esa petición, y al final la tormenta paso. Pero el Papa salió del escenario y aparecieron bomberos para comprobar los daños de la tormenta en la estructura del escenario, por lo que el temor a la cancelación no desapareció. La tensión por las incomodidades (nadie estaba preparado para la lluvia) y la expectación por lo que podría pasar estallo en aplausos y cánticos cuando volvió a aparecer Benedicto en el escenario, y toda esa alegría de repente se transformo en un profundo y solemne silencio cuando se informo que se procedería a la adoración del Santísimo. El  Papa se coloco en un reclinatorio y todo el público cayo de rodillas al ver aparecer el sagrario con la santa forma. En aquel lugar había más de un millón de personas pero se vivía el más absoluto recogimiento, todos en nuestro interior rezamos y adoramos a Jesús allí presente, fueron unos minutos impresionantes que valían sobradamente por todas las adversidades e incomodidades pasadas. Allí en ese momento se podía visualizar la Iglesia de Cristo, con Pedro y todo el pueblo de Dios detrás con él.





Después de aquello el resto daba igual, al final me despedí de mis compañeros de parcela, e hice el largo camino de vuelta reconfortado y con el alma llena de gozo por aquellos momentos inolvidables.




¿Que reflexiones os podría contar sobre lo vivido esa semana?

Que la juventud católica existe, y aunque según los datos cada vez son menos, son cada vez más entusiastas y no se esconden ni se avergüenzan de su fe. Son jóvenes totalmente normales, con las mismas ganas de pasárselo bien, de divertirse, de estar con sus amigos, que el resto. Pero con esa convicción interior, con esa  fuerza superior a todo, que les hace formar parte activa de la Iglesia y que les lleva a desplazarse a miles de kilómetros de distancia de sus hogares para escuchar que tiene que decirles un anciano de más de 80 años.

Que la juventud lo que quiere son cosas auténticas, aunque no sean fáciles de llevar, aunque no sean bonitas, pero queremos la Verdad que no cambia con las modas ni con el paso del tiempo, que nos transmite nuestra Iglesia. Muchas veces por intentar atraer a más jóvenes y gente a la iglesia se edulcora o se omite parte de la doctrina de la Iglesia, por lo que el mensaje de Jesús pierde su fuerza arrolladora y su sentido completo. Equiparándose a cualquier otra actividad mundana y perdiendo el sentido trascendente que realmente lo hace atrayente.

La incertidumbre del futuro. Después de esta gran experiencia de unos pocos días, rodeado de gente que comparte tus mis mismas creencias, en las que te ves motivado, apoyado y reconfortado, llega la realidad del día a día, la convivencia con compañeros de escuela, universidad o trabajo, que no solo no comparte tus creencias si no que se oponen a ellas, la vida en una sociedad que cada vez ve más alejada de lo socialmente aceptable tus ideas y tus valores morales, por lo que tiende primero a ignorarlas y después a despreciarlas. Por lo que tendrán que renunciar a ellas o bien mantenerlas en secreto para sentirse aceptados en sus sociedades. Los que sean más débiles quizás no quieran oponerse y se dejen llevar por la corriente, apartándose de la Iglesia y perdiendo su fe. Por eso son importantes estas jornadas para apoyarnos unos a otros, para saber que no estamos solos y saber que no son tiempos fáciles, pero que nunca lo fueron, y que igual que persiguieron al Maestro así también harán con los discípulos.