miércoles, 17 de marzo de 2010

Homenaje a un maestro de la lengua española

Me vuelvo a reincorporar después de unos días de visita por Madrid. La verdad es que me fuí bajo de ánimos y no vuelvo mucho mejor. Entre otras cosas dos noticias han apuntalado mi decaimiento, la primera es la aprobación y próxima entrada en vigor de la nueva ley del aborto en España (espero tratarla en otra entrada), la otra, la muerte del escritor español Miguel Delibes (que Dios lo guarde en su gloria), que es uno de mis escritores favorito. Al enterarme de su muerte busque en mi biblioteca los libros suyos que poseo, comprobé que es el autor más presente en mi habitación. De él puedo destacar su amor a la naturaleza y a mi tierra castellana que impregna toda su obra, su representación magistral de la infancia, el sentimiento melancólico y trágico de la vida,... y todo ello lo escribía magistralmente.

Aquí os dejo un fragmento de su libro "Señora de rojo sobre fondo gris", dedicado a su mujer, y que nos permite apreciar su capacidad narrativa así como una descripción de la fe de la mayoría de los españoles de mitad del siglo XX. Gente más pobre, sencilla y humilde, pero con una fe quizás más pura y fuerte que la nuestra.

"Tu madre conservó siempre viva la creencia. Antes de operarla confesó y comulgó. Su fe era sencilla pero estable. Nunca la basó en accesos místicos ni se planteó problemas teológicos. No era una mujer devota, pero sí leal a los principios: amaba y sabía colocarse en el lugar del otro. Era cristiana y acataba el misterio. Su imagen de Dios era Jesucristo. Necesitaba una imagen humana del Todopoderoso con la que poder entenderse. Nada más conocernos me contó que en vísperas de su Primera Comunión, todo el mundo le hablaba de Jesús; sus padres, sus tías, las monjas de su colegio. Únicamente de Jesús. Para poder recibir a Jesús tienes que ser buena, le decían. Sor Mariana de Todos los Santos hablaba, en cambio, de Cristo: Cristo confía en las niñas obedientes. Si Cristo te oyera decir mentiras se iba a enojar. De esta manera, me decía, identificó a Dios con Jesús, y ni la vida, ni las lecturas, modificaron luego su pensamiento. Y el día que comulgó por primera vez tuvo conciencia de que había comido a Jesús, no a Dios Padre, ni al Espíritu Santo. Cristo era el cimiento. En particular el Cristo del sermón de la montaña. Era la suya una fe simple, ceñida a lo humano; un cristianismo lineal, sin concesiones. A los nueve años, tu madre tuvo un problema en torno a la integridad de Cristo en cada partícula de la hostia que dice mucho de su sensibilidad. Así, la primera vez que el capellán del colegio dividió una forma en cuatro fragmentos para dar de comulgar a cuatro compañeras rezagadas, ella lloró por la noche imaginando que don Tomás le había mutilado. Por complacer a sus amigas, le había descuartizado. A partir de ese día, cada vez que el capellán dividía una hostia en el cáliz, ella salía de la fila y regresaba a su banco sin comulgar. Una mañana, sor Mariana de Todos los Santos la reconvino. Ella adujo que deseaba recibir a Jesús entero, no una fracción, y la monja le aclaró entonces que Cristo estaba entero y verdadero en la partícula más pequeña de la hostia, incluso en las briznas que quedaban en el cáliz tras una comunión general. Tu madre asentía perpleja, turbada por única vez en la vida por una cuestión teológica. Sor Mariana de Todos los Santos ejemplificó su argumento: ¿No has entrado nunca en la caseta de los juegos de espejos? Pues es lo mismo. De la misma manera que tu imagen se refleja completa en cada uno de los espejos, así está Cristo en cada porción de la Sagrada Forma, le dijo. Aquello fue para tu madre una revelación de su poder. Cristo se multiplicaba a sí mismo lo mismo que en su día multiplicó los panes y los peces. Pero su imaginación cabalgaba más ligera. Y el día de la patrona del colegio, en la misa solemne, una hostia cayó en las gradas del altar y el capellán interrumpió la comunión, recogió la forma del suelo y la consumió. Luego, pasó un paño húmedo por la grada y se reanudó la ceremonia. Pero ella, desde la fila, no apartaba los ojos de aquella bayeta arrebujada a un lado del altar. ¿Qué pensaban hacer con ella? ¿Lavarla y escurrirla en el sumidero? Ella estaba viendo a Dios allí. ¿Pretendían ahogar a Cristo en las alcantarillas? Fragmentos infinitesimales del pan estaban impregnando la tela húmeda y en cada uno de ellos se encontraba Jesús entero y verdadero. Gritó «¡no!» y se desmayó. Las monjas la recogieron y la trasladaron a la enfermería. Quince días más tarde, su escrúpulo, que parecía indicio de una grave crisis, desapareció sin dejar rastro"

Fuente: blog "Las parábolas del deán"

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